Dylan, el Nobel

El Nobel a Bob Dylan, lo ha sido en su categoría de literatura que, en primera acepción del diccionario de la RAE, quiere decir «arte de la expresión verbal», significado muy antiguo por proceder de nuestro acervo clásico. Se lo concedió la Academia Sueca, de mismas funciones y objetivos que la nuestra —pero en relación a su idioma—, formada por dieciocho miembros de prestigio quienes, dentro del criterio establecido en las propias reglas de este galardón internacional —se otorga anualmente para reconocer a personas o instituciones que hayan llevado a cabo investigaciones, descubrimientos o contribuciones notables a la humanidad en el año inmediatamente anterior o en el transcurso de sus actividades—, han señalado públicamente, como motivo, «el haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción».

Por tanto, los detractores del otorgamiento parece que no han leído, o haciéndolo no han entendido, que este no es un premio de poesía al mejor poeta del momento, sino de literatura a un escritor cuya obra es de las más prolíficas e influyentes del siglo veinte y de lo que llevamos del corriente veintiuno, y sus comparaciones del agraciado con otros personajes de ninguna valía artística —Erdogán, Donald Trump, Bárcenas, etc.— no se asemejan en nada a argumentaciones válidas sino a menosprecios e insultos gratuitos a él, a la Academia Sueca, al número incontable de poetas, narradores y artistas en general que ha sido influenciado por su obra, o a los cientos —o miles— de millones de personas que, en todo el mundo, y de diferentes épocas y generaciones,   la han reconocido y reconocen de gran valía. Claro que, llegados a este punto, quienes así se han manifestado, alegan por obligación su axioma de que la canción popular no es literatura, humillando así, también, a grandes figuras liricas mundiales de todos los tiempos, como Antonio Machado, quien basó gran parte de su irrepetible trabajo en el romancero popular, desprestigiando la altura poética de grandes piezas clásicas de la literatura provenientes de la tradición oral, y desairando a la propia Real Academia Española de la Lengua, la cual, como todos los enumerados anteriormente, están completamente equivocados. Aquí ha de prevalecer la sorpresiva, por fantasmagórica, deontología —y me pregunto, ¿no será odontología?— literaria que enarbolan aquellos acostumbrados a mover sus reflexiones entre el nadar y guardar la ropa para no mancharse, en el océano infinito de bajeza intelectual que nos rodea y nos empapa, con sus intentos de hacernos pasar a los demás por tontos, al guardar el silencio otorgante frente a sus embestidas.

Nosotros, es decir los demás y yo, que hemos leído —y fíjense que digo «leído»— con deleite y asombro a Bob Dylan —sí, de Dylan Thomas— desde los catorce años, así como Leonard Cohen, reconocidísimo poeta y cantante canadiense, Premio Príncipe de Asturias de las Letras, con diez libros de poesía publicados, quien afirma hoy mismo que el Nobel dado a Bob Dylan es como ponerle una medalla al Everest, según estos que se manifiestan después, haciéndose los suecos, como dianas de la intolerancia de las opiniones contrarias, todos «chiquilicuatres» víctimas de la «burundanga» con Coca Cola que nos han vertido en el tarro de las esencias, no se sabe quién.

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